Sus manos olían a una mezcla de jabón, lejía y crema de manos.
Nunca usaba guantes y lo mismo restregaba con increíble destreza la ropa, que frotaba el suelo arrodillada, mojando y escurriendo el trapo en un cubo que iba arrastrando hacia atrás, o fregaba con lenta pulcritud los cacharros de la comida.
Unas manos que cocinaban, limpiaban y tejían sin descanso, cortaban patatas haciéndolas crujir, extendían la ropa para planchar y doblaban con celo cada prenda como si fuera a pasar el veredicto del jurado más estricto.
Aun así, recuerdo sus manos suaves y tersas.
Unas manos que agarraban las mías con firmeza cuando caminábamos por la calle.
Unas manos que me hacían sentir segura.
Esas manos, tiempo atrás, hicieron callo con las horcas y rastrillos en las eras; con las varas de avellano que usaba para arrear a las vacas de niña; con las ubres resecas de las cabras que ordeñaba y con la leña que recogía para el invierno.
Mis recuerdos y su memoria componen una historia de trabajo, una vida que condensan sus manos ahora arrugadas, torpes y temblorosas, mientras su voz cansada recuerda y cuenta.
-¡Qué grande has sido!-le digo- y eres
-¡Qué va…sólo una mujer!
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